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Texto aparecido en La religion, Editions du Seuil, 1996. ©Gianni Vattimo.
Traducido del italiano al francés por Marilene Raiola; del francés al español por Mónica Mansour.
Se suele decir que la experiencia
religiosa es la experiencia de un éxodo; pero si es un éxodo, se trata
probablemente de un viaje de regreso. Sin duda, esto no se debe a alguna
característica esencial, pero el hecho es que en nuestras condiciones
de existencia (Occidente cristiano, modernidad secularizada, estados de
ánimo de fin de siglo preocupados por la amenaza de riesgos
apocalípticos inéditos) la religión se vive como un retorno. Es volver a
hacer presente algo que pensábamos haber olvidado definitivamente, la
reactivación de una huella latente, la reapertura de una herida, la
reaparición de lo inhibido, la revelación de que lo que pensábamos haber
sido, Überwindung (en el sentido de sobrepasar, volverse verdadero y
hacer a un lado lo que resulta), no es sino una Verwindung, una larga
convalecencia que de nuevo debe ajustar cuentas con la huella indeleble
de su enfermedad. Si se trata de un retorno, ¿no es accidental este
resurgimiento de la religión con respecto a su propia esencia? ¿No es
como si –por una razón histórica, individual o social cualquiera–
sucediera simple-mente que olvidáramos, que nos alejáramos (tal vez con
cierto sentimiento de culpa) y que, por una razón igual de fortuita,
ahora el olvido de pronto se volviera menor? Pero este mecanismo (en ese
caso, habría una verdad esencial de la religión que existiría en alguna
parte, inmóvil, mientras que los individuos y las generaciones sólo van
y vienen en torno a ella en un movimiento perfectamente externo e
insignificante) ya se ha hecho impracticable en filosofía: si decimos
que una tesis es verdadera, ¿deberemos tachar de estúpidos o de absurdos
a todos los grandes o no tan grandes pensadores del pasado que no la
reconocieron como tal? Esto significaría, en otros términos, que se
trata de una historia de la verdad (una historia del ser) que no es tan
esencial para su "contenido"... A la luz de estas consideraciones,
parece entonces preferible la hipótesis según la cual la reaparición de
la religión, su retorno, en nuestra experiencia no es un dato puramente
accidental que debería hacerse a un lado para que nos concentráramos
sólo en los contenidos que, por ello, regresan. Al contrario, podemos
sospechar legítimamente que el retorno es un aspecto (o el aspecto)
esencial de la experiencia religiosa.
Por lo tanto, ésta es la huella que queremos seguir, asumiendo como
constitutivo, para una reflexión renovada sobre la religión, el hecho
mismo de su retorno, de su reaparición, su llamado con una voz que
estamos seguros de haber escuchado antes. Si aceptamos que el retorno no
es un aspecto externo ni accidental de la experiencia religiosa,
entonces incluso las modalidades concretas de ese retorno, como las
experimentamos en nuestras condiciones históricas fuertemente
determinadas, deberán considerarse también esenciales. Pero ¿hacia dónde
debemos mirar para tomar en consideración las modalidades concretas
actuales del retorno de lo religioso? Parece que estas modalidades son
en principio de dos tipos que, por lo menos a primera vista, no se
pueden vincular de inmediato. Por una parte, el retorno de lo religioso
(como exigencia, nueva vitalidad de las iglesias y de las sectas,
búsqueda de doctrinas y prácticas paralelas: la "moda" de las religiones
orientales, etc.), más claramente representativo de la cultura común,
está motivado principalmente por la amenaza de ciertos riesgos generales
que nos parecen inéditos y sin precedentes en la historia de la
humanidad. Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial apareció
el temor ante una posible guerra atómica y hoy, que ese riesgo parece
menor debido a la nueva configuración de las relaciones internacionales,
vemos que, al contrario, se difunde el temor de una proliferación
descontrolada de ese mismo tipo de armas y, más generalmente, la
angustia frente a las amenazas que pesan sobre la ecología planetaria y
ante las nuevas posibilidades de manipulaciones genéticas. Otro temor
igualmente difundido, por lo menos en las sociedades desarrolladas, es
el de la pérdida del sentido de la existencia, el profundo fastidio que
inevitablemente parece acompañar al consumo desenfrenado. La "hipótesis
demasiado extrema" que era Dios para Nietzsche evoca y reactualiza sobre
todo el carácter radical de los riesgos que parecen amenazar la
existencia de la especie y su propia "esencia" (el código genético puede
ser modificado...). Esta forma de retorno de lo religioso, que se
expresa en la búsqueda y la afirmación, con frecuencia violenta, de las
identidades locales, étnicas y tribales, suele unirse también a un
rechazo a la modernización como causa de la destrucción de las raíces
auténticas de la existencia.
Por el lado de la filosofía y la reflexión
explícita, el retorno de lo religioso parece producirse según
modalidades totalmente diferentes, ligadas a experiencias teóricas que
aparecen más bien lejanas y opuestas a la inspiración "fundamentalista"
de la nueva religiosidad, inspirada en los temores apocalípticos
difundidos en nuestra sociedad. El derrumbe de los interdictos
filosóficos en contra de la religión, puesto que se trata precisamente
de eso, coincide con la disolución de los grandes sistemas que han
acompañado el desarrollo de la ciencia, la técnica y la organización
social modernas; y por lo tanto, también con la desaparición de todo
fundamentalismo, en otras palabras, con la desaparición de aquello que
la conciencia común parece buscar en su retorno a lo religioso. En
realidad –y también ésta es una idea muy difundida–, es posible que la
nueva vitalidad de la religión dependa en rigor del hecho de que la
filosofía y el pensamiento crítico en general –al haber abandonado la
noción misma de fundamento– (ya) no son capaces de dar un sentido a la
existencia, que se busca entonces en la religión. Pero esta lectura de
la situación –que incluye a muchos adeptos, incluso donde no parecería
que los hubiera– considera ipso facto resuelto el problema mismo del
retorno que fue nuestro punto de partida. En otras palabras, la
historicidad de la condición actual está pensada en términos de una
simple desviación que nos habría alejado del fundamento siempre presente
y disponible, produciendo, por la misma razón, una ciencia y una
técnica "inhumanas"; desde este punto de vista, el retorno que habría
que emprender no es sino un abandono de la historicidad y la
recuperación de una condición auténtica concebible tan sólo como "la
permanencia en lo esencial". Así, el problema que se nos plantea es
saber si la religión es inseparable de la metafísica en el sentido
heideggeriano del término; en otras palabras, si es posible pensar a
Dios únicamente como el fundamento inmóvil de la historia, del cual todo
parte y hacia el cual todo debe volver, con la dificultad de asignar
algún sentido al vaivén que de allí resulta. Cabe señalar que acaso este
tipo de dificultad decidió a Heidegger a invitarnos a repensar el
sentido del ser fuera de los esquemas objetivistas y esencialistas de la
metafísica. Como se sabe, durante los años cruciales en que preparaba
El ser y el tiempo, Heidegger se interesó en parti-cular por una
reflexión sobre la religión relacionada con los problemas de la
historicidad, la temporalidad y, en última instancia, la libertad y la
predestinación.
Frente a esta contradicción, que no es sólo
aparente, entre la necesidad de fundamentos que se expresa en el retorno
de la religión en la conciencia común y su propio redescubrimiento (del
carácter plausible) de la religión después de la disolución de las
metanarraciones metafísicas, parece que la filosofía debe tratar de
reconocer y sacar a la luz las raíces comunes de esas dos formas de
"retorno", sin renunciar a sus propias motivaciones teóricas y
aprovechando esas motivaciones como la base de una radicalización
crítica de una misma conciencia común. (Inútil decir que aquí se expresa
también una concepción general de la relación entre filosofía y
conciencia común de la época, que nos es imposible desarrollar más, pero
que se vincula menos a un historicismo de trazo hegeliano que a una
reflexión heideggeriana sobre la relación entre el final de la
metafísica y el despliegue cabal de la ciencia y la técnica como
estructura sustentadora de la sociedad moderna tardía: en otras
palabras, el mismo Heidegger, o más bien sobre todo Heidegger, piensa y
practica la filosofía como su propio tiempo comprendido por el
pensamiento, como una expresión reflexionada de temáticas que, aun antes
de pertenecer oscuramente a la conciencia común, constituyen historias
del ser, momentos constitutivos de la época.)
La raíz común entre la necesidad religiosa que se
expresa en nuestra sociedad y el retorno de la religión (y de su
carácter plausible) a la filosofía está constituida en la actualidad por
la referencia a la modernidad como la época de la ciencia y la técnica
o, según la expresión heideggeriana, como la época de las "concepciones
del mundo". Si la reflexión crítica quiere presentarse como una
interpretación auténtica de la necesidad religiosa en la conciencia
común, conviene demostrar que esa necesidad no se conforma con una pura y
simple reanudación de la religiosidad "metafísica", es decir, huir de
la confusión de la modernidad y la Babel de la sociedad secularizada
mediante un fundamentalismo renovado. ¿Es posible tal demostración? Esta
pregunta traduce simplemente el problema fundamental de la filosofía
heideggeriana, pero también puede leerse como una variación del proyecto
nietzscheano del superhombre, descrito como el hombre capaz de elevarse
hasta posibilidades insólitas de dominación del mundo. Reaccionar ante
el problemático y caótico carácter del mundo moderno tardío mediante un
retorno a Dios como fundamento metafísico significa, en términos
nietzscheanos, rechazar el desafío de lo sobrehumano o, más aún,
condenarse a esa condición de esclavitud que Nietzsche considera
inevitable para todos aquellos que, en realidad, no asuman ese desafío.
(Si se piensa en las transformaciones que la existencia individual y
social sufre en la sociedad de comunicación de masas, esta alternativa
entre sobrehumanidad y esclavitud no parece de hecho retórica ni tan
inverosímil.) Además, desde el punto de vista heideggeriano, es evidente
que reaccionar a la Babel de la posmodernidad con un retorno a Dios
como fundamento sólo significa tratar de salir de la metafísica,
oponiendo a su disolución final la reanudación de una de sus
representaciones "precedentes", que sólo parece deseable precisamente
porque está más apar-tada –aunque sólo en apariencia– de las condiciones
actuales de las que se quiere salir. La insistencia de Heidegger en la
necesidad de esperar que el ser nos vuelva a hablar y en el carácter
prioritario de su oferta en relación con toda iniciativa del hombre
(pienso, desde luego, en ¿Qué significa pensar? y en el texto sobre el
humanismo) sólo significa que sobrepasar la metafísica no podría
consistir en oponer una condición de autenticidad ideal a la
degeneración de la ciencia y la técnica modernas, porque el ser sólo se
da en su circunstancia y, precisamente, "allí donde está el peligro,
allí también crece lo que salva"; sobrepasar la metafísica y su fase de
extrema disolución –la Babel de la modernidad tardía y, por lo tanto,
sus temores apocalípticos– debe buscarse en una respuesta que no sea tan
sólo "reactiva" (utilizamos otra vez un término que se debe a
Nietzsche) al llamado del ser, que se da por principio en su
circunstancia, es decir, en el mundo de la ciencia y la técnica y la
organización total, en el Gestell. Considerar la técnica sabiendo que su
esencia no es algo técnico –como Heidegger no deja de recordar–, es
decir, ver la técnica como el punto de llegada extremo de la metafísica y
del olvido del ser en la idea de fun-damento significa en rigor
prepararse para sobrepasar la metafísica mediante una recepción no
reactiva del destino técnico del ser en sí.
En su retorno a la religión, la conciencia común
tiende a adoptar una actitud reactiva. En otras palabras, tiende a
desplegarse como una búsqueda nostálgica de un fundamento último e
inquebrantable. En los términos de El ser y el tiempo, esta tendencia no
sería sino la propensión (estructural) a la inautenticidad, que se
funda, en último análisis, en lo finito mismo de la existencia y a lo
cual la filosofía sólo opone, en esa obra misma, la posibilidad de la
autenticidad (también estructural), descubierta por lo analítico
existencial y accesible en la decidida proyección existencial hacia su
propia muerte. Pero en los términos del proyecto de sobrepasar la
metafísica como rememoración y recepción de la historia del ser, no
parece concebible la oposición –en el fondo platónica– de la filosofía
respecto de la conciencia común. Quizá deba pensarse a la filosofía como
recepción crítica –es decir, como rememoración del Geschick del ser, de
las vicisitudes de sus Schickungen– del llamado, que sólo puede oírse
en la condición misma de la inautenticidad, concebida ya no como
estructural sino ligada a la circunstancia del ser y, en ese caso, a la
oferta del ser en la fase final de la metafísica. Esto puede decirse con
mayor sencillez si se insiste en el carácter no accidental de la
oferta, para nosotros, de la experiencia religiosa como retorno.
La filosofía ha redescubierto el carácter plausible
de la religión (sólo) porque las metanarraciones metafísicas se
disolvieron y, por ello, puede considerar la necesidad religiosa de la
conciencia común fuera de los esquemas de la crítica de la Ilustración.
La tarea crítica del pensamiento frente a la conciencia común consiste,
aquí y ahora, en poner en evidencia el hecho de que el retorno de la
religión también está definido positivamente para esa conciencia, puesto
que se presenta en el mundo de la ciencia y la técnica de la modernidad
tardía, es decir que su relación con este mundo no puede concebirse
únicamente en los términos de una huida y una alternativa polémica; o
bien, lo cual sería lo mismo, por lo menos desde el punto de vista de la
diferencia entre metafísica y ontología, en términos de reducción de
sus nuevas posibilidades a supuestas leyes naturales, a normas
esenciales.
El hecho de que la figura del retorno (y, por lo
tanto, de la historicidad) es esencial y no accidental para la
experiencia religiosa no significa al principio, o exclusivamente, que
la religión a la que queremos volver deba representarse como defi-nida
por pertenecer a la época del final de la metafísica; en primer lugar,
lo que la filosofía deriva de la experiencia de la esencialidad de la
figura del retorno es una identificación general de la religión con la
positividad, en el sentido de lo fáctico, lo circunstancial, etc. Tal
vez aquí sólo estamos traduciendo lo que la filosofía de la religión ha
indicado por lo general como la creaturalidad que constituiría el
contenido esencial de la experiencia religiosa (pero no hay ninguna
razón para rechazar esta proximidad o dependencia respecto de la
reflexión filosófica religiosa tradicional: es otro aspecto de la
positividad que aquí tratamos).
En general, parece que la posibilidad de repensar
filosóficamente la religión depende en esencia del vínculo entre los dos
sentidos de la positividad que acabamos de indicar: en primer lugar, el
hecho de que es determinante, para el contenido mismo de la experiencia
religiosa reencontrada, que su retorno se produzca en las condiciones
históricas precisas de nuestra existencia en esta modernidad tardía y
que no se defina, entonces, en relación con esta existencia,
exclusivamente como un salto fuera de ella; en segundo lugar, que el
retorno en sí indique como un carácter constitutivo de la religión su
positividad en cuanto dependencia en relación con una facultad original,
eventualmente legible como dimensión creatural, una dependencia tal vez
en el sentido de Schleiermacher.
Hacer justicia al significado de la experiencia del
retorno significará, en primer lugar, permanecer en el horizonte de
este doble sentido de la positividad. La creaturalidad, como
historicidad concreta y determinada, pero recíprocamente la historicidad
como procedencia de un origen que, dado que no es metafísicamente
estructural, esencial, también tiene todos los rasgos de la
circunstancialidad y la libertad. Permanecer en la luz de esta relación,
pues, no es sencillo: la historia de la religiosidad "metafísica"
parece mostrar en rigor la dificultad según la cual la positividad se
resuelve por completo en una pura y simple creaturalidad, cuyo resultado
es el hecho de que la historicidad concreta de la existencia se
considera sólo como lo finito, más allá de lo cual la experiencia
religiosa nos haría dar "un salto" (a Dios, a la trascendencia) o
debería considerarse, cuando mucho, como el lugar para una prueba. He
intentado mostrar en otra parte cómo ese riesgo, que tal vez sea más que
un riesgo, está presente en el pensamiento filosófico de Levinas y, en
cierto sentido, caracteriza la posición tradicional de Derrida (por lo
menos, de manera explícita, en el ensayo sobre Levinas en La escritura y
la diferencia). Desde luego –como, por otra parte, aparece con claridad
si consideramos los orígenes judeocristianos del historicismo moderno,
magistralmente presentados por Löwith–, el riesgo simétrico de esta
posición está en la identificación de la positividad con la historicidad
intramundana, que llevaría lo divino al determinismo histórico: la
historia del mundo como tribunal del mundo, según la frase hegeliana.
Mediante esta insistencia sobre la positividad, el autor en que nos
basamos, desde luego, no es Hegel sino Schelling, aun cuando no
pretendemos ninguna fidelidad literal a su última filosofía. La
concepción de la religión que se esboza aquí retiene de la filosofía
positiva de Schelling sobre todo el interés por la mitología; no tanto
–y esto marca probablemente una diferencia– como el modo de conocimiento
más adecuado de verdades que trascienden la razón, sino como el
lenguaje más apropiado para la narración de sucesos que, positivos en el
doble sentido al que hemos aludido, sólo pueden transmitirse en forma
de mitos. La reflexión de Pareyson sobre la experiencia religiosa y su
vínculo con el mito (véase la antología Filosofia della liberta) –en
referencia constante a Schelling– tiene aquí una importancia capital,
aun cuando deba completarse debidamente para impedir que se reduzca la
positividad de la experiencia religiosa a una pura creaturalidad (con la
tendencia resultante de asumir el pensamiento mítico dentro de una
especie de abstracción ahistórica e incluso la dificultad de distinguir
el mito cristiano del mito griego). (En mi ensayo publicado en Etica
dell’interpretazione desarrollo el tema.) La palabra mito, por su parte,
funciona aquí como el emblema de todo lo que es positivo en el doble
sentido que damos a esa palabra. Es el lugar donde se da la historicidad
que al mismo tiempo es radical y (por lo mismo) irreductible a la
inmanencia de la historicidad intramundana. Encontramos así otro aspecto
importante de la reflexión filosófica religiosa, sea o no
contemporánea: el que insiste en lo "religioso" (no disponemos de otros
términos por el momento) como irrupción del Otro y como discontinuidad
en el curso horizontal de la historia. En nuestra opinión, sin embargo,
ese carácter de discontinuidad y de irrupción se concibe con demasiada
frecuencia –una vez más– como una mera negación "apocalíptica" de la
historicidad, como un nuevo comienzo absoluto que niega todo vínculo con
el pasado y establece una relación puramente vertical con la
trascen-dencia, considerada a su vez como una plenitud metafísica pura
del fundamento eterno.
Al mito como término general de la positividad se
unen todos los contenidos típicamente positivos de la experiencia
religiosa que regresa en nuestra condición presente, contenidos que, al
igual que los mitos, no pueden traducirse totalmente en los términos de
la racionalidad argumentativa. Así, por ejemplo, más aún que el
sentimiento de culpa y de pecado, está la necesidad del perdón. No debe
sorprender que indiquemos como un contenido característico de la
experiencia religiosa la necesidad del perdón más que el sentido de la
culpa y la percepción del mal y de su carácter inexplicable. Es probable
que toquemos aquí uno de los rasgos de la especificidad histórica con
que se nos presenta hoy la experiencia religiosa: de hecho, tanto la
intensidad del sentimiento de culpa como la dimensión radical de la
experiencia del mal parecen inseparables de una concepción que no
dudamos en llamar una metafísica de la subjetividad, una especie de
visión enfática de la libertad que parece chocar con muchos aspectos de
esa misma espiritualidad con la que hoy se encuentra la religión. En
otras palabras: si es cierto que ahora la religión se nos presenta de
nuevo como una exigencia profunda y filosóficamente plausible, esto se
debe también y sobre todo a una disolución general de las certezas
racionalistas que ha experimentado el sujeto moderno; por esta misma
razón, el sentimiento de culpa y el carácter "inexplicable" del mal son
elementos tan cruciales y tan decisivos. El mal y la culpa son menos
"escandalosos" desde el momento en que el sujeto no se toma tan en serio
como lo implica el estado de ánimo metafísico, explícita o
implícitamente racionalista. No obstante, esto no impide que la
experiencia de lo finito, sobre todo como inadecuación de nuestras
respuestas a las "preguntas" que provienen de los otros (o incluso del
Otro, en el sentido de Levinas), se represente como necesidad de ese
"suplemento" que sólo logramos representar como trascendente. Es
probable que no sea difícil unir a esta necesidad –que es al mismo
tiempo un deseo de responder a la pregunta del otro y el llamado a una
trascendencia capaz de compensar la insuficiencia de nuestras
respuestas– el significado de las tres virtudes teologales de la
tradición cristiana, tanto como los postulados de la razón práctica
kantiana (por lo menos los que tienen que ver con la existencia de Dios y
la inmortalidad del alma).
El horizonte del mito, que incluye la positividad
tal como nos hemos propuesto definirla aquí, incluye, junto con la
necesidad del perdón, otros aspectos constitutivos de la experiencia
religiosa: el modo en que uno encara el enigma de la muerte (su propia
muerte pero, sobre todo, la muerte de los demás) y el del dolor, y la
experiencia de la plegaria, tal vez una de las más difíciles de traducir
en términos filosóficamente sensatos. Tanto la necesidad del perdón
como la experiencia de la mortalidad, el dolor y la plegaria pueden
definirse como "posi-tivos", en el sentido de que son maneras de
encontrarse con la circunstancialidad radical de la existencia, maneras
de afianzar una "pertenencia" que también sea procedencia y, en un
sentido que es difícil de precisar pero que vivimos en la experiencia
misma del retorno, del ser devuelto (verfallen); por lo menos, en tanto
que el retorno aparece siempre como la recuperación de una condición de
la que hemos "caído" (en la regio dissimilitudinis de la que hablan los
místicos medievales).
Pero, una vez más: estos "contenidos" positivos, y
positivos de una manera tan característica, de la experiencia del
retorno en los que se presenta lo religioso también son positivos, sobre
todo en el sentido de que no resultan de una reflexión abstracta sobre
sí mismos, no provienen de la profundización de una autoconciencia
humana en general, sino que más bien constituyen datos en un lenguaje ya
determinado, que es más o menos literalmente el lenguaje de la
tradición judeocristiana, el lenguaje de la Biblia. ¿No sería entonces
más preciso hablar de un retorno a la letra de los textos sagrados del
Antiguo y Nuevo Testamentos? ¿Por qué, por ejemplo, insistir en la
necesidad del perdón y no sólo en el pecado original, en la promesa de
Redención, en el relato de la Encarnación, la Pasión, la muerte y la
resurrección de Jesús? Pero el retorno que experimentamos, ¿no es un
retorno a la verdad de las Escrituras? ¿Podemos hacer justicia a la
experiencia del retorno al concebirlo como un movimiento que sólo tiene
que ver con nosotros, como si encontráramos un objeto olvidado, las
Escrituras sagradas, que han permanecido intactas en alguna parte,
esperando, por alguna razón, que nosotros (nuestra cultura, el mundo
contemporáneo, etcétera) las volvamos a descubrir? Si, como creemos, la
hermenéutica en cuanto filosofía de la interpretación no podía nacer más
que de la tradición judeocristiana (remito a las hipótesis
desarrolladas en el ensayo "Storia della salvezza, storia
dell’interpretazione", Micromega, 3, mayo 1992), también es cierto que
esta tradición aún está profundamente marcada por ella. Hay otro aspecto
de la positividad del que no podemos hacer abstracción: experimentamos
el retorno de lo religioso en un mundo en que se ha hecho inevitable la
conciencia de la Wirkungsgeschichte (me refiero a las nociones de
"historia de los efectos" y de "historia de la eficiencia", elaboradas
por Gadamer en Warheit und Metode) de todo texto, sobre todo del texto
bíblico; en otras palabras, experimentamos el hecho de que los textos
sagrados que marcan nuestra experiencia religiosa se dan dentro de una
tradición que los transpone en el sentido en que su mediación no les
permite subsistir como objetos inmodificables; tal vez la insistencia de
las ortodoxias en la letra de los textos sagrados registra en realidad
este irremediable estado de mediación, más que prevenirlo. De manera un
poco "vertiginosa", pero sólo un poco, los rasgos de la experiencia del
retorno pertenecen ya al texto sagrado en sí –Antiguo y Nuevo
Testamentos– al que estamos regresando. El hecho de que la experiencia
religiosa se nos presente como un retorno es ya un signo y es
consecuencia de que vivimos la experiencia en los términos de las Santas
Escrituras judeocristianas. A partir de San Agustín y de su reflexión
sobre la Trinidad, la teología cristiana, en sus raíces más profundas,
es una teología hermenéutica: la estructura interpretativa, la
transposición, la mediación y, sin duda, el ser devuelto no tienen que
ver sólo con la anunciación y la comunicación de Dios con el hombre;
definen la vida íntima de Dios que, por esta misma razón, no podría
pensarse en los términos de una plenitud metafísica inmutable (en
relación con la cual, precisamente, la Revelación sólo sería un episodio
"ulterior" y un accidente, un quoad nos).
¿Lo único que hacemos entonces es traducir en
términos bíblicos y teológicos una temática filosófica bastante
reconocible, la de la circunstancialidad del ser? Probablemente también
sea así. Pero sería contradictorio, desde el punto de vista de la
circunstancialidad del ser, asumir ese hecho como marginal, como si la
filosofía, llegada por sí sola al problema de sobrepasar la metafísica,
descubriera "por consiguiente" su propia analogía con los contenidos de
la tradición judeocristiana. La circunstancialidad del ser, pues, se
afirmaría como un dato encontrado objetivamente por dos modos de
pensamiento, formas de experiencias diferentes que habrían llegado a
ello cada una por sus propios medios: una vez más, como modos
accidentales de encontrarse con un dato independiente, ubicado por algún
origen cualquiera en el ser en sí. Pero la filosofía que se descubre
como "análoga" a la teología trinitaria no proviene de otro mundo: la
filosofía que responde al llamado de sobrepasar la metafísica proviene
de la tradición judeocristiana, y el contenido de sobrepasar la
metafísica no es sino la maduración de la conciencia de esta
procedencia.
Como se puede ver, no se trata de articular el
discurso filosófico de manera que haga sitio para el carácter plausible
de la religión, como en el fondo siempre lo ha pensado la filosofía que
se concibió como "abierta" y amigable frente a la experiencia religiosa,
comenzando por la que cultivó la idea de ilustrar los preambula fidei,
ya sea como teología natural de tipo metafísico, o bien sólo como una
teoría antropológica de lo finito y del carácter problemático de la
existencia que exigiría un salto hacia la trascendencia (incluso el paso
de la filosofía negativa a la filosofía positiva de Schelling sin duda
no es más que eso). La experiencia religiosa como experiencia de la
positividad, en el sentido que hemos indicado, más bien lleva a poner en
duda radicalmente toda figura tradicional de la relación entre
filosofía y religión. El retorno de lo religioso que vivimos en la
conciencia común y, en términos diferentes, en el discurso filosófico
(en el que caen los interdictos metafísicos, científicos o historicistas
en contra de la religión) se presenta como un descubrimiento de la
positividad que parece ser idéntica, en su significación, a la idea de
la circunstancialidad del ser a la que llega la filosofía a partir de
Heidegger. La comprobación de esta identidad, si quiere corresponder
radicalmente a su propio contenido, no puede ser simplemente una
comprobación. De hecho, la idea de la circunstancialidad del ser excluye
que se pueda hablar de una misma estructura metafísica experimentada
por dos modos de pensamiento diferentes. La positividad, o la
circunstancialidad, atrae la atención sobre el origen. La filosofía que
plantea el problema de sobrepasar la metafísica es la misma que descubre
la positividad en la experiencia religiosa, pero este descubrimiento
significa precisamente la conciencia de la procedencia. ¿Puede y debe
resolverse esta conciencia en un retorno a su propio origen? En otros
términos, al descubrir que proviene de la teología judeocristiana, ¿debe
la filosofía, por ello, apartar su propia figura "derivada" para
recuperar su figura original? Así sería si el contenido mismo de la
teología que se descubre aquí como origen no excluyera toda superioridad
metafísica del origen; si, en otras palabras, esta teología no fuese
una teología trinitaria. El hecho de que la procedencia como tal sea tan
esencial para nuestra experiencia religiosa, por otra parte, es un
rasgo distintivo del retorno de lo religioso, y constituye igualmente el
resultado de una filosofía que no es más metafísica que el "contenido"
de la tradición religiosa que ahora se redescubre: el Dios trinitario no
es alguien que nos invita a regresar al fundamento en el sentido
metafísico del término sino que, según la expresión evangélica, Dios más
bien llama a que se lean los signos de los tiempos. En suma, la
sentencia "radical" de Nietzsche, según la cual el conocimiento
progresivo del origen aumenta lo insignificante del origen, se aplica
tanto a la filosofía como a la religión que redescubre, aunque en
términos diferentes; esta expresión, de manera apenas paradójica, puede
considerarse como el último eco de la teología trinitaria cristiana.
Así, para la filosofía, el conocimiento
redescubierto de la procedencia de la religión no se resuelve con un
salto hacia atrás para recuperar su lenguaje auténtico; y esto es así
precisamente para no contradecir el sentido de lo que se ha encontrado.
¿Significa esto, entonces, permanecer en el proceso al que uno descubre
que pertenece, sin que la conciencia de esta procedencia implique más
que un refuerzo de esa misma pertenencia? Pero –como lo muestra el
carácter contradictorio de todo historicismo radical– tal actitud sólo
atribuiría a este proceso el mismo valor perentorio y coercitivo del
ontos on, del fundamento metafísico. Encontramos aquí las mismas aporías
que la idea de sobrepasar la metafísica no deja de descubrir de nuevo
en su propio camino (a partir de la imposibilidad de concluir El ser y
el tiempo): ¿cómo hablar de la circunstancia del ser con la ayuda de un
lenguaje siempre prestado de la estabilidad de las esencias? O bien, en
la temática de la posmodernidad, ¿cómo decretar el final de los
metarrelatos sino contando la historia de su disolución?
Cuando reconoce precisa y únicamente su propia
procedencia de la teología trinitaria, la filosofía se prepara para
sobre-pasar estas aporías o, por lo menos, para descubrir en ellas un
sentido no sólo contradictorio. El hecho de que se trata en rigor de la
teología trinitaria, y no de cualquier "teología natural", de una
apertura genérica hacia lo trascendente, etc., se confirma con lo que
(por lo menos, según la hipótesis que he desarrollado con mayor detalle
en otra parte) constituye una recaída metafísica de ciertas filosofías
que, aunque profundamente marcadas por un sentimiento religioso, no se
sitúan, sin embargo, en el nivel de la circunstancialidad del ser, sino
que tienden a repensar la circunstancialidad en sí en términos sólo
"esencialistas" y estructurales. Tal es el caso de Emmanuel Levinas,
para quien la filosofía se abre más bien sobre la experiencia religiosa
como irrupción del Otro, pero esta irrupción termina por resolverse en
una disolución de la circunstancialidad misma, que pierde todo
significado específico. Es difícil encontrar en Levinas alguna atención a
los "signos de los tiempos"; el tiempo, la temporalidad existencial
característica del hombre tan sólo podría formar un signo con la
eternidad de Dios, que se revela como alteridad radical y apela a la
llegada de una responsabilidad que sólo de manera fortuita puede
considerarse históricamente definida (nuestro prójimo siempre es alguien
concreto, pero, precisamente: siempre).
Desde luego, la referencia a Levinas no es sólo un
ejemplo entre otros de la recaída a la metafísica. Levinas es, sin duda,
el filósofo contemporáneo que más lejos ha llevado el esfuerzo por
sobrepasar la metafísica (que él llama "ontología"), redescubriendo las
raíces bíblicas del pensamiento occidental junto a sus raíces griegas.
La herencia bíblica remite a la filosofía a lo que, según los términos
de Heidegger y no de Levinas, llamamos la "circunstancialidad del ser", y
la lleva a reconocer el carácter violento del esencialismo metafísico
de origen griego. Pero, mientras siga limitado al Antiguo Testamento,
este retorno a la Biblia no sobrepasa el reconocimiento de la
creaturalidad. Si el Dios que encuentra la filosofía es sólo Dios Padre,
el alejamiento de la idea metafísica del fundamento es débil y, en
realidad, así damos unos pasos hacia atrás.
Esta circunstancialidad radical del ser con que se
encuentra el pensamiento posmetafísico, en su esfuerzo por liberarse de
la coerción de lo que está presente, no se puede comprender sólo a la
luz de la creaturalidad, que queda en el horizonte de una religiosidad
"natural", estructural y pensada en términos esencialistas. Parece que
sólo a la luz de la doctrina cristiana de la Encarnación del hijo de
Dios puede concebirse la filosofía como una lectura de los signos de los
tiempos, sin reducirse a un registro pasivo del curso del tiempo. "A la
luz de la Encarnación" constituye otra vez una expresión que intenta
captar una relación cuya dimensión problemática irresuelta forma el
núcleo mismo de la experiencia de la circunstancialidad: la Encarnación
de Dios que aquí se menciona no sólo es una manera de expresar en forma
mítica lo que la filosofía descubre como resultado de una búsqueda
racional. La Encarnación tampoco es la verdad última de los enunciados
filosóficos, desmitificada y llevada a su sentido propio. Como ya lo
hemos comprobado de distintas maneras en los análisis anteriores, esta
relación problemática entre filosofía y Revelación religiosa es el
sentido mismo de la Encarnación. En otras palabras, Dios encarna, se
revela primero en la anunciación bíblica que, al final, "da lugar" a la
idea posmetafísica de la circunstancialidad del ser. Sólo cuando
encuentra su propia procedencia neotestamentaria puede representarse
este pensamiento posmetafísico como una idea de la circunstancialidad
del ser que no se reduce a la mera aceptación de lo existente, al mero
relativismo histórico y cultural. En otros términos, la Encarnación
confiere a la historia el sentido de una revelación redentora y no sólo
de una acumulación confusa de circunstancias que perturban el carácter
estructural del verdadero ser. Sólo a la luz de la doctrina de la
Encarnación puede concebirse que la historia también tenga un sentido
redentor (o en lenguaje filosófico, emancipador), siendo la historia de
anunciaciones y de respuestas, de interpretaciones y no de
"descubrimientos" o de presencias "verdaderas" que se imponen.
En su esfuerzo por sobrepasar la metafísica, la
filosofía responde al llamado de la época en que aquélla parece en
prin-cipio imposible de continuar (es la historia del nihilismo relatada
por Nietzsche y que Heidegger hace emblemática en la voluntad de poder
nietzscheana). Así, la filosofía se vuelve hermenéutica, recepción e
interpretación de anunciaciones transpuestas (del Geschick) y se
encuentra ante la necesidad de una renuncia: renunciar a la
tranquilizadora dimensión perentoria de la presencia. El que no haya
hechos sino sólo interpretaciones, como enseña Nietzsche, no constituye,
por su parte, un hecho tranquilizador, sino "sólo" una interpretación.
Esta renuncia a la presencia confiere a la filosofía posmetafísica, y
sobre todo a la hermenéutica, un carácter de término inevitable. En
otras palabras, sobrepasar la metafísica no puede darse como nihilismo.
No obstante, si bien el sentido del nihilismo tampoco debe resolverse en
una metafísica de la nada –como sería el caso si se imaginara un
proceso en que el ser, al final, no estaría y el no ser, la nada,
estaría–, no puede pensarse más que como un proceso de reducción
indefinido, un desvanecimiento. ¿Es posible tal pensamiento fuera del
horizonte de la Encarnación? Tal es sin duda la pregunta decisiva a la
que debe intentar responder la hermenéutica de hoy, si realmente quiere
avanzar en el camino abierto por el llamado a la rememoración del ser
(es decir, el Ereigniss) formulado por Heidegger.
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